Domesticarme con mis plantas, sentirme una más de ellas, entregarme a sus encantos, son algunas de las cosas que me apasionan de la jardinería de interior. Si bien, desde una perspectiva externa a mi casa, mis plantas han sido domesticadas por mí (porque las tengo en sus materas especiales y a varias les tengo nombre —como Pepino El Quinto, Plantucha y Juma— y porque ellas se han acostumbrado a este falso ecosistema que llamo hogar), son ellas las que han logrado generar un cambio en mí. Bueno, ellas y todo lo que he leído y revisado sobre el mundo vegetal.
Desde esa idea de la domesticación mutua, no hay relación amas-esclavas; estamos en igualdad de condiciones. No me siento súbdita de su reino (aunque soy muy consciente de que les debo el aire puro que respiro), así como no creo que ellas lo sean del mío (si es que hay tal reino en casa); tampoco creo en la aristocracia (no me siento mejor que ellas). Creo que estamos juntas en un espacio en el que todas somos semejantes, un lugar que no debe ser pensado como una democracia, porque si así lo fuera, ellas ganarían por mayoría. Compartir mi vida con las plantas me ha permitido reflexionar sobre varias cosas; entre ellas está el oficio editorial; el mío en especial.
Hace unos meses escribí que hubiera preferido ser editora porno a ser editora de textos escolares. Ese texto lo escribí porque me parecía injusto que los editores de textos escolares (contenidos pedagógicos como los llamamos ahora) fuéramos ignorados o minimizados dentro de la industria editorial, ya que somos una suerte de editores “menores” al lado de los editores de literatura o editores académicos universitarios. Luego me di cuenta de que era una editora de pornografía porque educar en la libertad y en la crítica era transgresor (hasta inmoral) en momentos en los que estamos siendo acallados por un régimen del miedo (como el que vivimos actualmente y de nuevo en Colombia). Ahora, a partir de las plantas, quiero pensar que el oficio editorial merece ser pensado desde la idea de ecología.
En primer lugar, considero que el mundo editorial es todo un ecosistema; por tanto, pensarlo desde la ecología me permite ver el libro desde otro lado, su contenido, su materialidad (o inmaterialidad), la cooperación entre todos los que estamos haciéndolo. Desde la nueva ecología del libro, las autoras (y autores) dejan de ser las figuras centrales; dejan de ser el único motivo por el cual se hace, compra o vende el libro. Porque en la ecología del libro, tal como la imagino, la autora (o el autor) son tan importantes como la diseñadora (o el diseñador), la ilustradora (o ilustrador), la correctora de estilo (el corrector) y la editora (o el editor). Todas estas personas (y otras más, como los comercializadores, distribuidores, artefinalistas, impresores, diseñadores web, etc.) están en función de la materialización del libro o su virtualización.
En segundo lugar, el trabajo editorial cercano al oficio de jardinería. Es necesario untarse las manos, escarbar, limpiar las hojas, aplicar un buen sustrato para que crezca con fuerza. Como editora cuido los textos, las ideas de la autora. Esas ideas, plasmadas en un texto, son esas plantas que cuido con esmero. Y es que el trabajo editorial va más allá de ponerle el tutor ortográfico y gramatical al texto (que para eso están mis correctores de estilo que me dan una mano). El trabajo de jardinería está atento tanto del helecho que está a la sombra en la parte inferior del jardín, como de la enredadera que sube por las paredes. Los jardines son una totalidad, que se atienden desde la particularidad de cada planta. La jardinería no olvida el paisajismo que crea, así sea el de un pequeño terrario. Y el trabajo editorial opera igual. Con el mismo cuidado. Considera la singularidad de cada tema, de cada lectura, de cada libro que entra en una colección y la pone en consonancia con el todo.
En tercer y último lugar, en el trabajo editorial es de topos. De esos animales que hunden sus narices y escarban buscando alimento. En este momento en el que la autoedición está en auge, el editor puede ser molesto tanto como el topo, porque “daña” la estética del jardín o la cosecha. No obstante, creo que somos topos porque en este oficio siempre somos aprendices, siempre estamos escarbando. Me pasa casi a diario. Cada vez que leo algo nuevo, aprendo más y más, y esto hace que aumenten mis deseos de conocer otras cosas sobre lo que leo. Claro, eso me ha permitido encontrar plagios, párrafos tautológicos que no aportan información nueva, textos escritos para pares (y no para los lectores finales); y esto incomoda al autor cuando se lo digo, porque no tengo tacto (a diferencia de los topos cuyo tacto es muy sensible). Ser editora es un devenir topo para meterme en el rizoma y vagar de una raíz a otra de manera indiferenciada. Ser una Knowmad, una nómada del conocimiento, una diletante que goza con cada cosa nueva que aprende. Ser una topo-editora me evoca el motivo por el cual anhelaba serlo: quería aprender mucho, deseaba que mi curiosidad por la literatura, la filosofía, el arte, el cine, la música nunca se acabara.
Ahora sé que no soy editora porno, solo soy una editora jardinera… Pensándolo mejor, en épocas en las que el cambio climático y el capitaloceno nos obligan a pensar en términos ecológicos, sí, soy una editora-topo-jardinera-pornográfa, porque creo en la libertad de las ideas y las palabras, y en su cuidado.
Comentarios