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Escribir es remar, sin saber hacerlo

  • Foto del escritor: Adriana González Navarro
    Adriana González Navarro
  • 29 mar 2022
  • 4 Min. de lectura

¿Qué sería de mi vida sin la escritura? No lo sé, tal vez un canto. ¡Sí, porque también me gusta cantar! La escritura es voz; es mi voz que se “encarna” en unos signos y adopta la forma de alguna imagen, raras veces ha logrado ser un concepto. Así va. Mi escritura es voz y es pensamiento.

Mi manera de pensar se mueve entre imágenes que provienen de mi exterior, imágenes que tocan mi cuerpo. Imágenes visuales, la mayoría de las veces, e imágenes de olores, sabores, texturas o sonidos… imágenes que se han quedado en alguna parte de este cuerpo cambiante.

Cuando escribo poesía me siento empujada por una imagen. Son las imágenes las que me obsesionan. Las exploro con la voz. Siempre que escribo poesía debo leer mi texto en voz alta, cómo suenan los verbos cuando se golpean contra las imágenes. La poesía es muy difícil para mí. Hay momentos en los que creo que un poema ya está finalizado. Pasado mucho tiempo, vuelvo a él. Y esa jueza interior dura, con tijeras de editora recorta y descalifica todo. Y me duele esta lucha. Tanto es así, que hace unos años empecé unas clases de técnica vocal; quería recuperar mi voz, quería cantar. Para hacerlo con gozo debo apagar esa mujer que me fiscaliza dentro y fluir.

Mi manera de pensar es extraña, pues a veces me engolosino con algún pensamiento o con algún recuerdo… es más, a veces no reconozco la diferencia entre uno y otro. Entonces, en medio de esa fascinación golosa me abstraigo del mundo, y es cuando me hablan y no escucho, porque dejé de atender al afuera para centrarme en mi adentro. Y paso por grosera. Obvio, no escuché a quien me hablaba o me hacía compañía. Y ofrezco disculpas, porque a veces no puedo evitarlo. ¡Y juro que lo intento!

Recuerdo que de adolescente mis profesoras les decían a mis padres que yo tenía una atención dispersa. Si hubiesen leído a las doctoras Virginia Douglas y Susan Campbell seguro hubiesen llegado a la conclusión de que mi falta de atención, mis ensoñaciones en medio de una aburrida clase de cálculo y mi falta de concentración se relacionaban con el TDDAH cuya causa era mi impulsividad verbal, física y cognitiva. Aunque dudo de la física, porque ese lado nunca ha sido mi fuerte. Como decían mis hermanos, se movía (y mueve) más un AlkaSeltzer en un masato que yo en una fiesta o en una clase de educación física.

Ahora, mi impulsividad tiene un doble movimiento. A veces va hacia dentro, pues me retraigo en mis ideas. A veces va hacia afuera, pues interrumpo a quienes me hablan (en especial, cuando disiento de sus premisas, cuando acaso las hay). Y aquí voy de nuevo, pensando de manera extraña.

Por eso me gusta tanto el género del ensayo. Porque estas entradas de blog son eso: ensayos. Con el género del ensayo me siento de nuevo con once años, subida a una barca de remos en un lago que había en el barrio Niza (era un lago privado). Porque escribir un ensayo es eso. Es tener once años otra vez, sin saber remar, con alegría de subirme a la barca y tomar los remos para acercarme a la isla que había en la mitad del lago (porque tenía una isla) y poder explorarla al menos una vez. Me subía dándole la espalda a la proa, aunque nunca entendí porque era mejor remar hacia atrás, y remaba. Los remos eran pesados y meterlos agua para que movieran la barca me costaba mucho trabajo. A veces metía el remo “a la brava” y me salpicaba toda. A veces daba vueltas y vueltas. Y cuando lograba avanzar un poco hacia la isla era casi tocar la felicidad. Nunca llegué a la isla, pero el recuerdo de haberlo intentado tantas veces es grato.

Lo mismo pasa con el ensayo. El lago son todas esas ideas, conceptos, imágenes, sensaciones y recuerdos que tengo. En la superficie, mi lago mental es tranquilo. En el fondo, hay una mezcla de algas, lodo, corrientes insospechadas, peces vivos y esqueletos de animales misteriosos; es decir, de todo lo que habita en mi interior. Los remos son estas teclas o esferos o lápices que me sirven para escribir. La barca es probable que sea mi manera de proceder cuando escribo; quiero ir hacia adelante, pero me obliga a darle la espalda a mi meta: la isla en el centro. Mi meta, ese tema preciso que pretendo desarrollar, ese concepto que deseo vadear, esa conclusión exacta. Nunca llego (pocas veces sí). No importa, porque lo rico del ensayo es dar vueltas y vueltas, feliz en una barca, como una niña de once años.

¿Qué sería de mi vida sin la escritura? No lo sé. Seguro hubiese recurrido a otra cosa que la reemplazara para sentirme completa. Tal vez tendría la arcilla, el bordado, la cocina, la fotografía o mi cuerpo (torpe ante los ojos normativos exteriores; grácil y rockero, como lo percibo) que se convertirían en una metáfora de mi voz, mis ideas, imágenes y sentimientos.


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