Esa sombra que avanza cuando mi cuerpo se detiene soy yo.
Francisco Hernández
Hoy, mientras acariciaba las hojas de mi Calathea makoyana o planta de pavo real, sentí la suavidad de sus hojas. Recuerdo que la compré en Villa de Leyva, hace seis años, y me gustó por la textura; parecía una tela sedosa. Hoy, mientras acariciaba las hojas de mi planta pensé en mis sentidos; en toda la información del mundo que me dan, en toda la información del mundo que ahora estoy perdiendo. No puedo hacer el experimento intelectual cartesiano de librarme del engaño de todos mis sentidos para concluir que soy mi pensamiento (o que es mi pensamiento el que me permite afirmar mi existencia). Porque para mí no lo es. Soy cuerpo. Y como tal, soy mis sentidos, soy lo que percibo.
Tampoco estoy de acuerdo con la escala de valor que han tenido los sentidos desde la tradición platónica, en la cual la vista fue la gran privilegiada. ¡Reina de los sentidos, se impuso durante siglos! Más que reinado, parecía una tiranía. Por fortuna, con la pandemia, otros sentidos han empezado a cobrar protagonismo (de hecho, desde antes; pero esto sería motivo de otro texto con un enfoque distinto). Ante la ausencia del ruido de los motores, del claxon del automóvil de conductores ansiosos y de los silbatos estridentes de los policías de tránsito, en las ciudades pudieron escucharse los cantos de las aves al amanecer, los ladridos de los perros del vecino, las ruedas del carromato del reciclador que pasa por el barrio. La voz, antes escondida tras los papeles de quien escribe, empezó a ser escuchada, en podcast y video (que a veces solo oigo). Las cocinas se llenaron de sabores; mujeres y hombres han buscado recetas nuevas para evitar el hastío de comer lo mismo todos los días. El gusto se ha recreado con platos sencillos de hacer y con otros más elaborados (para quienes tienen tiempo y dinero, pues el precio de los alimentos subió casi un 30%). El olfato se ha acostumbrado al olor de la casa. Reconocemos el café recién molido para iniciar el día, los guisos que anuncian el almuerzo, el incienso, hasta el olor mortificante de los detergentes. La piel se acostumbró al tacto de las telas de algodón de los pijamas y de la ropa para estar en casa. Al interior de algunos hogares, los sentidos han cobrado fuerza; o al menos, yo he vuelto a percatarme de ellos.
Sin embargo, cuando retornemos todos al trabajo, al estudio, a las calles, ¿qué pasará con ellos? La vista será de nuevo la privilegiada. ¡Un nuevo reino del terror cubrirá el planeta! El tapabocas nos impedirá oler las calles, tanto el de tierra mojada como el de la basura desperdigada. La distancia social nos evitará el placer (o disgusto) de oler a los demás. El miedo al contagio nos hará prepararnos comida casera para llevarla. Imagino centenas de platos fríos (pues tampoco nos sentiremos seguros de usar el microondas) que después de varios días sabrán soso. La distancia nos hará hablar más fuerte aún, para que los demás nos oigan. Y el tacto se perderá bajo los guantes de goma o por la resequedad generada por jabones y antibacteriales en gel.
Me aterra la idea de pensar que voy a quedarme sin mis sentidos; especialmente, sin mi piel. Voy a tener que evitar el contacto con las cosas, las plantas, los animales, las personas. Cuando vaya al mercado no podré tocar los aguacates para saber cuál está en su punto de madurez (el que toqué será el que me lleve). Cuando vaya a las librerías, no podré abrir los libros para tocarlos y sentir la textura del papel (me toca confiar en que sea una buena edición para leerla cómodamente con mis gafas). Cuando vaya a cine o a conciertos no podré acomodarme junto a otras personas, ni siquiera al lado de mi pareja. ¿Cómo voy a oler las frutas frescas? ¿Cómo voy a correr una silla para sentarme si no debo tocarla? ¿Usaré solo mi celular pues el programa o el menú me lo enviarán a mi correo electrónico? ¿Será que tendré que llegar al absurdo de seguir los supuestos consejos de Harvard de tener sexo con un tapabocas puesto? ¿En dónde quedarán los besos, las caricias? ¿Tendré que recurrir a una nueva forma de erotismo de cuerpos ausentes pero actuales en el plano virtual? El sexting es divertido como complemento, como juego erótico, no como única realidad del cuerpo deseante. El ebook funciona para mí con ciertos tipos de textos, pero no con todos pues olvido fácilmente las citas ya que no logro recordar en qué página estaba. Me sentiría en una comedia absurda moviendo todo con los codos.
Me gustaría promover una revolución de los sentidos: salgamos todos sin tapabocas y sin guantes, para tocarnos, escucharnos, olernos y saborearnos sin miedo. Pero no puedo. La sensación de peligro y de vulnerabilidad se ha acrecentado en este encierro. En este aislamiento, imagino que soy asintomática y que puedo transmitirle la enfermedad a cualquiera, no solo a quienes amo. Y si esa persona a quien contagie tiene un cuerpo frágil por la mala alimentación, por alguna enfermedad como la diabetes o simplemente por su edad, ¿podrá soportar el tratamiento? Sería una revolución asesina, de mi parte. Así que desisto, al menos por ahora. Entonces, ¿qué alternativa me queda? Esa posible aniquilación de mis sentidos me hace pensar que mi gran temor sea la de convertirme en mi sombra, como el poema de Francisco Hernández; sin cuerpo, sin aroma, sin olor, sin sabor, sin textura; inofensiva para mí, inofensiva para los demás. Y no sé qué tanto me guste la idea.
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