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Un perverso pequeño cosmos

  • Foto del escritor: Adriana González Navarro
    Adriana González Navarro
  • 23 jun 2020
  • 5 Min. de lectura

El jardín de mi casa es un pequeño cosmos. Pensar en mi casa como un pequeño cosmos podría ser interpretado como si viviera dentro de un nicho que poco o nada tiene relación con lo que está pasando más allá de las ventanas, las paredes y la puerta de entrada. Pero no es así. Cuando considero que el jardín de mi casa es un microcosmos me cuestiono sobre el lugar y la manera en que vivo: un mundo que he domesticado, para mi contemplación y cuidado; un mundo en el que he sido domesticada para la productividad y el mercado.


Dice el filósofo italiano Emanuele Coccia, en su libro La vida de las plantas: “Vivir es esencialmente vivir de la vida de otro: vivir en y a través de la vida que otros han sabido construir o inventar”. Hace cincuenta años fue construido el edificio en el que habito. Unos arquitectos, unos ingenieros y muchísimos obreros le dieron forma a este lugar. Sin embargo, no es a esto a lo que se refiere el filósofo, aunque les deba mis comodidades a quienes inventaron la luz eléctrica, los acueductos o el Internet y a quienes diseñaron mi ropa y las ollas que uso. En mi caso, en este pequeño cosmos que llamo mi jardín, el aire que respiro se lo debo a mis plantas (y a esto también se refiere el filósofo). Ellas liberan el oxígeno necesario para mi vida, la de mis hijos y mis gatas. Y mis plantas, ¿qué obtienen de mí? Yo me siento como un parásito de su existencia para mi vida. Mis plantas, y todas las plantas que hay en el planeta Tierra, son esos seres a quienes les debemos esta atmósfera respirable.


Ahora bien, las plantas, en general, “no tienen necesidad de la mediación de otros seres para vivir” (Coccia), con que haya agua, viento y minerales suficientes, pueden hacerlo. No obstante, las plantas de mi jardín me necesitan. He creado un mundo para que ellas requieran de mí, porque les doy el agua que necesitan. Siento que hay una suerte de perversión en mi mediación vital. Al haberlas sacado de su contexto natural y haberlas emplazado en materas individuales, la tierra que las soporta va desgastándose. Entonces, debo recurrir a medios artificiales que suplan esa supervivencia que ellas mismas lograban antes de llegar a mí (humus de lombriz, nutrientes químicos, pesticidas –de ajo, de tabaco o de agua oxigenada–). Toda una parafernalia “jardineresca” que justifica mi presencia y coexistencia con mis plantas amadas. En este cosmos soy una especie de tirana gentil, quien les da a sus plantas lo que necesitan, con tal de que ellas se queden conmigo, encerradas en casa, regalándome su aire. Y de hecho, lo tienen que hacer porque la naturaleza de las plantas consiste en quedarse enterradas en el lugar en el que las han plantado.


Ahora bien, es inevitable pensar en lo que pasa en mi jardín como una metáfora de la actualidad. La semana pasada descubrí que mi singonio tenía pulgones. ¿Por qué le pasó eso a mi planta si la cuido tanto?, pensé desde mi ego de jardinera inexperta. Debe ser que mi mediación no es suficiente o no es la adecuada, porque una planta bien alimentada, una que tenga los nutrientes necesarios no es atacada por bicho alguno (pulgones, moscas blancas, etc.). Entonces, para curarla, tuve que hacer varias cosas: preparar el insecticida, limpiar la planta con este, podar la planta para quitar los tallos y las hojas que definitivamente no tenían salvación y aislarla de las demás plantas, para evitar el contagio. Tardé una mañana entera en ello. Ahora, tengo a mi singonio en mi habitación. Ella, aun en recuperación, me regala el aire para vivir.


Algo semejante pasa en este confinamiento por el Covid-19. El Estado (y las instituciones en las que se soporta –presidencia, gobernaciones, alcaldías, policía, etc.–) nos aisló por el virus. Todos estamos encerrados en casa desde hace más de 90 días. Este encierro es el que nos permite vivir –al menos eso es lo que nos han dicho–.


Por otro lado, el sistema capitalista nos hace creer que el mercado se sostiene por la compra y la venta, y que nuestra supervivencia económica se da en tanto que somos consumidores o productores. El sistema nos hace creer que vivimos por nuestro rol. Solo que ser consumidora no es lo que me da la vida, o al menos ser consumidora de bienes que no necesito, en tanto que no son vitales, como sí lo son los alimentos que preparo cada día.


Si asumo que todos estamos atrapados dentro del sistema capitalista, el Estado colombiano –como jardinero aún más perverso que yo– nos ha tendido una trampa cruel al manipular nuestros afectos. Primero, nos encerró para evitar cualquier clase de contacto social y posible contagio. A su vez, nos despojó de esas relaciones básicas (dentro de las leyes del mercado minorista) con Rosita, la cajera de la panadería; con José, el zapatero que remienda mis zapatos gastados; con Ismelda, mi manicurista desde hace once años; con Alejandra, la diseñadora que arregla mi ropa y la deja enchulada; para arrojarnos luego a un día sin IVA.


Este manejo perverso de los afectos es la única forma como logro comprender que cientos de personas encerradas en casa salieran desesperadas a comprar a las grandes superficies; porque esa es la forma como nos han hecho creer que tenemos vida (pese a los riesgos de contagio). Pero ¿qué tipo de afectos fueron movilizados ese día? El de hacernos sentir vitales (fuertes, poderosos) al comprar haciendo una “trampa” a las leyes (pues no debemos dejar de lado lo importante que es la ética del avión para la mayoría de colombianos). Eso es perverso, porque considero que hubo una manipulación de los afectos para generar mayor caos, para promover la “vida” del mercado por encima de la vida de las personas. Y en el fondo, lo que demuestra es que, para el Estado, no importan quiénes viven o quiénes mueren, porque quienes quedaron contagiados y desarrollaron la enfermedad, luego de este este día, son sencillamente cuerpos prescindibles; cuerpos desechables que solo sirven para alimentar un sistema caníbal. ¿Qué tipo de afectos van a darse ahora? Uno de ellos es el miedo hacia los demás, porque no sabemos quién estuvo en esas filas, con quiénes pudo haberse encontrado y si es un portador asintomático del virus. El otro es la decepción hacia quienes no supieron cuidarse por salir a esos almacenes y así “sentirse con un respiro de vida”. Y otro sentimiento, escondido o manifiesto, es la rabia; una rabia que desvía la frustración y la indignación sentida por un Estado corrupto y maquiavélico hacia quienes salieron al viernes sin IVA; una rabia que busca culpar únicamente a quienes salieron en desbandada a comprar electrodomésticos sin impuestos, y quitar toda responsabilidad a un Estado que solo piensa en el beneficio de la mayoría de sus políticos, los bancos y los grandes accionistas.


Si me siento como parásita de mis plantas porque a ellas les debo el aire que respiro; si mi cuidado es perverso porque yo misma he sido quien ha provocado que les falten nutrientes y sean susceptibles de padecer plagas y enfermedades; si mi pequeño cosmos es una metáfora del Estado colombiano y del sistema global con su ideología capitalista imperante, me pregunto ¿quién es el parásito? ¿quién o quiénes viven a expensas de nuestra hambre, desempleo, ignorancia, imprudencia, irresponsabilidad y falta de cuidado?

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